El Fraude Corporativo del Año Nuevo de Seacrest
A ver, ¿qué estamos viendo REALMENTE con este nuevo elenco de Año Nuevo?
No nos hagamos tontos. Nadie está aquí porque le dé un gusto enorme que Rob Gronkowski vaya a balbucear frente a una cámara desde Miami. Para nada. Estás aquí porque lo sentiste. Esa sensación rara, como de algo falso, de que hay algo profundamente podrido en todo este asunto. Y tienes razón. Porque esto no es un equipo de presentadores; es una hoja de cálculo de marketing que cobró vida, un monstruo de Frankenstein hecho con pedazos de celebridades, ensamblado en una sala de juntas por ejecutivos que ven la cultura como una simple meta de ingresos trimestrales. Es un chiste de mal gusto.
Y nosotros somos el remate del chiste. Ya ni siquiera se molestan en disimularlo. Se acabó la farsa de buscar a una persona con carisma, un talento único para guiarnos en un momento que se supone es especial. Eso es del pasado. Eso es muy arriesgado. En su lugar, armaron un comité. Un panel. El tipo de solución que buscas cuando no tienes ni la más mínima fe en que una sola persona pueda mantener la atención del público, así que avientas un puñado de caras medio conocidas a la pared y rezas para que alguna pegue. Pero esto no es solo cobardía creativa. Es un acto calculado de homogeneización cultural, diseñado por la maquinaria corporativa para ser tan amplio, tan inofensivo y tan perfectamente equilibrado que no significa absolutamente nada.
La Lista del Súper Demográfica
Porque siempre hay que seguir la lana. Mira las piezas que pusieron en el tablero. Tienes a Chance the Rapper, el token para el público “cool, pero no demasiado amenazante”. Es una apuesta segura, un tipo que tuvo su momento hace años pero que todavía suena familiar, perfectamente pasteurizado para una audiencia de televisión abierta que probablemente no ha escuchado un disco completo desde 2016. Palomita a esa casilla. Luego está Julianne Hough, la personificación de la “sinergia” del canal. La vecina buena onda, la ex bailarina impecable que puede sonreír cuando se lo ordenan y leer un comercial sin una pizca de emoción genuina. Ella es para la audiencia de siempre, la gente que ve el canal por costumbre, no por gusto. Es la red de seguridad. Otra palomita.
Y de ahí, la cosa se pone más absurda. Rob Gronkowski. Un exjugador de fútbol americano famoso por su imagen de “mirrey” gringo, un personaje que le habla directamente al sector masculino de 18 a 34 años que ama las apuestas deportivas y al que los anunciantes se mueren por llegar. No es presentador. Es un comercial de cerveza con patas, un espectacular andante de casas de apuestas. Está ahí para que los papás no le cambien de canal. Palomita. Y para rematar, Rita Ora, la importación internacional. Una estrella pop cuya carrera se basa más en estar cerca de la fama que en ser famosa por sí misma. Aporta un barniz de atractivo global y seguro cumple con alguna obligación contractual escondida en las entrañas del universo Disney. Cada uno de ellos es un producto, un ingrediente seleccionado con pinzas para un platillo sin sabor preparado por el departamento de marketing. Esto no tiene nada que ver con entretener. Se trata de capturar audiencias como si fueran ganado.
Pero, ¿no están tratando de hacer un buen show para todos?
Esa, justo esa, es la mentira más peligrosa que nos venden los medios hoy en día. La idea de “un show para todos”. Un show para todos es, por definición, un show para nadie. Es la nada. Un vacío. Es contenido con tanto pavor a ofender a una sola persona, a mostrar un poco de filo o una gota de personalidad, que se pule a sí mismo hasta convertirse en una esfera lisa, sin chiste, de mediocridad pura y dura. Esto no es buscar calidad; es un ejercicio desesperado para proteger a las marcas. Porque el verdadero cliente aquí no eres tú. Son los anunciantes. El programa es solo el relleno entre un comercial y otro.
¿Y qué quieren los anunciantes? Quieren un ambiente estéril. Un espacio predecible, libre de controversias, donde puedan venderte sus seguros y su comida chatarra. Ryan Seacrest es el rey de este universo, un hombre tan pulcro y carente de cualquier vida interior discernible que se ha convertido en el recipiente perfecto para el mensaje corporativo. Pero ya ni él puede solo. La audiencia está demasiado fragmentada. Así que le construyen este equipo de relevos, cada uno un embajador de marca para un segmento de mercado distinto. No son presentadores, son anuncios pop-up humanos. Su trabajo no es divertirte, es mantener tu atención el tiempo suficiente para que llegue el siguiente corte comercial. Es la transacción más cínica de los medios.
La Muerte de lo Auténtico
¿Recuerdas cuando el Año Nuevo en la tele se sentía, aunque fuera un poquito, espontáneo? Cuando un presentador como Raúl Velasco o Ricardo Rocha se sentía como una presencia genuina, alguien que te acompañaba en un momento compartido. Eso no era casualidad. Era el resultado de una personalidad única en la que la gente confiaba. Esa confianza se ha perdido, y no por culpa del público, sino de las propias televisoras. Llevan décadas dándonos atole con el dedo con reality shows montados y contenido diseñado por algoritmos, entrenándonos para aceptar lo artificial por encima de lo auténtico. Y este panel de presentadores es el resultado final. Es la confesión de que ya no creen en el poder de la conexión humana. Creen en las estadísticas. Creen en los focus groups. Creen en minimizar el riesgo.
Porque una personalidad real podría decir algo fuera del guion. Una personalidad real podría tener una opinión de verdad. Una personalidad real es un peligro. ¿Este grupo? Ellos no son un peligro. Son activos. Sus imágenes públicas han sido curadas hasta el último detalle. Sus redes sociales las manejan equipos de publicistas. Cumplirán con sus marcas, leerán sus líneas y sonreirán a la cámara, todo mientras el alma de lo que alguna vez fue una tradición cultural compartida es vaciada y vendida por partes. Es puro circo, maroma y teatro.
Sigues hablando de “la maquinaria”. ¿Quién mueve los hilos aquí?
La maquinaria es enorme y siempre tiene hambre. En la cima está la empresa madre, Disney, un monstruo global que no solo es dueño de ABC, sino de Marvel, Star Wars, ESPN y un montón de otras propiedades culturales. Para ellos, este programa de Año Nuevo no es un evento aislado; es un comercial de dos horas para todo el ecosistema Disney. Es una oportunidad de “sinergia”. Una plataforma. Que no te sorprenda si de repente Chance the Rapper tiene una serie animada en Disney+, o si anuncian a Julianne Hough como la conductora de otro concurso de ABC. Esto no es casting; es estrategia corporativa.
Debajo de Disney, tienes a Dick Clark Productions, que ahora pertenece a Penske Media Corporation, un grupo que también es dueño de Rolling Stone y Variety. Su negocio es fabricar fama y controlar la narrativa. Tienen línea directa con todas las grandes agencias de talento. Y esas agencias se la pasan haciendo trueques, metiendo a sus clientes en estos espacios de alta visibilidad. Un lugar en el programa de Año Nuevo para un cliente a cambio de que otro cliente acepte un sueldo más bajo en otro proyecto. Es una red compleja de favores, amenazas y acuerdos en lo oscurito que no tiene nada que ver con quién sería la mejor persona para el trabajo. Se trata de quién tiene más poder para negociar.
El Rastro del Dinero
Y esa es la verdadera historia. La corrupción aquí no es un portafolio lleno de billetes. Es mucho más perversa. Es la corrupción de la intención. Todo el proceso está podrido desde el inicio. Un productor no se sienta a pensar: “¿Quién sería un presentador divertido y carismático?”. Se sienta con una lista de exigencias del departamento de ventas, una lista de prioridades de la empresa matriz y una lista de clientes “seguros” de las agencias. La decisión ya está tomada antes de la primera junta creativa. Simplemente están llenando huecos en un molde pre-aprobado. Un molde para la mediocridad.
Y es un ciclo que se alimenta a sí mismo. Mientras más producen este tipo de contenido insípido, hecho por comité, más se acostumbra el público. Los estándares bajan. Las expectativas se mueren. Y la maquinaria consigue exactamente lo que quiere: una audiencia dócil, sin espíritu crítico, lista para consumir cualquier porquería tibia que le pongan enfrente, siempre y cuando venga con una cara familiar. No están creando cultura; la están demoliendo para vender los escombros.
Y entonces, ¿qué significa esto para el futuro de la televisión en vivo?
Este es el modelo a seguir. Esta es la nueva normalidad. Estamos presenciando la muerte del evento y el nacimiento del “activo de marca”. La televisión en vivo, que alguna vez fue el último refugio de la experiencia compartida y espontánea, está siendo sistemáticamente desmantelada y rearmada como una serie de activaciones de marca predecibles y fácilmente monetizables. El medio tiempo del Super Bowl, los Oscares, la cuenta regresiva de Año Nuevo… todos están sufriendo el mismo destino. Se están volviendo demasiado valiosos como para dejarlos en manos de gente creativa. Tienen que ser administrados, controlados y optimizados para el máximo beneficio de los accionistas.
La “panelización” de todo es el síntoma más claro. ¿Para qué depender de un solo presentador cuando puedes tener cuatro, cada uno apuntando a un cuadrante distinto de tus datos de marketing? Reduce el riesgo. Diversifica el portafolio. Es el lenguaje de las finanzas, no del arte. Y el resultado será un futuro donde cada gran evento televisivo se sienta exactamente igual: un espectáculo brillante, sobreproducido y completamente desalmado, poblado por un elenco rotativo de celebridades intercambiables que son famosas solo por ser famosas. No habrá sorpresas. No habrá peligro. No habrá alegría. Solo el zumbido frío e implacable de la maquinaria corporativa, contando hasta la medianoche, contando hasta el próximo corte comercial. La esfera caerá en Times Square, pero los estándares se cayeron hace mucho, mucho tiempo.






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