Stranger Things Exprime la Nostalgia Hasta Dejarla Seca

Stranger Things Exprime la Nostalgia Hasta Dejarla Seca

Stranger Things Exprime la Nostalgia Hasta Dejarla Seca

Una Autopsia Forense a un Fenómeno Cultural

Vamos a dejarnos de rodeos. Estás aquí para un análisis, no para un resumen de fan que alaba sin aliento a los hermanos Duffer por descubrirle Kate Bush a la chaviza. Estamos aquí para poner un artefacto cultural en la mesa de disección y ver si sus entrañas coinciden con su brillante y neón exterior. El sujeto: la prolongada, pesada y, francamente, tardía conclusión de ‘Stranger Things’. Una serie que comenzó como un homenaje encantador y desde entonces ha hecho metástasis hasta convertirse en un activo de marca corporativo tan valioso que ya no puede permitirse el lujo de contar una historia coherente.

Entonces, ¿de verdad se acaba ‘Stranger Things’ o solo está rebrandeando su propia perpetuidad?

Ese es el engaño central, ¿no? El marketing grita ‘EL FINAL’, una confrontación épica y definitiva. Pero esto no es un final. Es un giro estratégico. Una transición de ser una narrativa principal a un ‘universo’ expansivo y multiplataforma. Netflix y los Duffer no están cerrando el libro; están abriendo un parque temático y licenciando la propiedad intelectual para cada medio concebible hasta la muerte térmica del universo o la próxima gran obsesión de la cultura pop, lo que ocurra primero. El anuncio de spin-offs antes de que la serie principal siquiera concluya no es una señal de desbordamiento creativo. No. Es una maniobra de negocios calculada, diseñada para asegurarles a los accionistas que el oleoducto de la nostalgia seguirá funcionando. El ‘final’ de la historia de Hawkins es simplemente la culminación de la Fase Uno del Universo Corporativo de Stranger Things.

La marca, como señaló The Atlantic, es de hecho para siempre. Ha alcanzado un estado de permanencia cultural donde la historia ya no es el producto. La *sensación* es el producto. La estética, la tipografía, la música de sintetizador, los Eggo, las referencias de Calabozos y Dragones—esos son los activos comercializables. La trama se ha convertido en una preocupación secundaria, un mal necesario para hilar los momentos de sentimentalismo fabricado y las referencias que generan tuits y venden Funko Pops. Es un ciclo sin fin. Lo que estamos presenciando es la evolución final de una serie de televisión hacia una máquina de nostalgia autosuficiente, una máquina que ya no requiere combustible narrativo convincente para funcionar porque puede alimentarse de los vapores de nuestros recuerdos colectivos y mercantilizados de una década que la mayoría de sus espectadores ni siquiera vivieron. Es brillante. Es cínico. Es agotador.

¿Por qué esa división tan marcada en la recepción crítica? ¿Es que algunos somos inmunes al cebo nostálgico?

La división de la crítica entre ‘escalofríos y emociones’ y ‘tibio’ es el síntoma más revelador de la condición subyacente de la serie. Revela una fractura entre dos formas de consumir medios: emocional y analíticamente. Para una parte importante del público y la crítica, la serie todavía funciona. Toca las fibras correctas. La música que se eleva, las reuniones llorosas, los momentos de desafío con el puño en alto contra un monstruo de CGI: es un cóctel potente. Proporciona los ‘escalofríos y emociones’ porque es un sistema de entrega emocional meticulosamente diseñado. Es como subirse a un juego en una feria. Gritas, vitoreas, sientes una catarsis y sales por la tienda de regalos. No hay nada inherentemente malo en esto, pero no lo confundamos con una narración sofisticada.

Luego está el otro bando. Los ‘tibios’ y los ‘exhaustos’. No se trata de inmunidad a la nostalgia. Se trata de reconocer cuándo el truco ya dio de sí. La primera temporada fue un truco de magia. Fue concisa, enfocada y genuinamente sorprendente. Ahora, en su temporada final, vemos las manos del mago. Vemos los hilos, las trampillas, el humo y los espejos. La neta, la mecánica narrativa está rechinando bajo el peso de cinco temporadas de conveniencias de guion y un elenco absurdamente inflado. La negativa a matar a cualquier personaje principal, una movida diseñada para no molestar a los fans, ha castrado por completo el riesgo. Se nos pide que sintamos terror y pavor por personajes que tienen más armadura de guion que el protagonista de un videojuego. Aquí es donde entra el agotamiento. Es la fatiga de ser manipulado por la misma fórmula, temporada tras temporada. La alegría del descubrimiento ha sido reemplazada por el tedio de la repetición. La serie ya no es una conversación; es un sermón sobre su propia grandeza.

Seamos directos: ¿La marca ha eclipsado por completo a la narrativa?

Sí. Sin lugar a dudas. En el momento en que el principal impacto cultural de una serie de televisión es su capacidad para resucitar una canción de hace 40 años y convertirla en un número uno mundial, la narrativa ha pasado a un segundo plano. Eso no es una crítica a Kate Bush; es una observación sobre la función de la serie. ‘Stranger Things’ ya no es una historia que *tiene* una marca. Es una marca que, por ahora, todavía requiere una historia para que le sirva de departamento de marketing. La serie se ha convertido en un ejercicio de curaduría. Su propósito principal es extraer artefactos culturales de los años 80, pulirlos y presentárselos a una nueva audiencia. Es un museo de lo retro cool, y los personajes son simplemente los guías turísticos.

Consideren el volumen de mercancía, colaboraciones y eventos promocionales. Esto no es solo una serie popular; es una marca de estilo de vida. Puedes comer cereal de ‘Stranger Things’, usar tenis de ‘Stranger Things’ y jugar Monopoly de ‘Stranger Things’. Este imperio comercial expansivo existe independientemente de si la temporada final es narrativamente satisfactoria. El punto de W. David Marx sobre que la marca es para siempre es la clave. La historia de Eleven y Vecna terminará. ¿Pero el Demogorgon en una camiseta? ¿El logo del Hellfire Club en una sudadera? Eso ha alcanzado un nivel de estatus icónico que sobrevivirá mucho tiempo después de que olvidemos los puntos específicos de la trama de la Temporada 5. La serie ha logrado la transición de ser una obra de arte a ser una pieza de propiedad intelectual valiosa e infinitamente replicable. Un triunfo del capitalismo. Una tragedia para la narración.

¿Qué significa realmente ‘agotador’ en este contexto? Es más que solo episodios largos, ¿verdad?

Exactamente. Los episodios con duración de película son un síntoma, no la enfermedad. La enfermedad es la hinchazón narrativa. ‘Agotador’ es la carga mental necesaria para seguirle la pista a una docena de subtramas, muchas de las cuales están completamente desconectadas de la amenaza principal y solo sirven para darle algo que hacer al enorme elenco. Es la chamba emocional de fingir que nos importa la vigésima experiencia cercana a la muerte de un personaje que sabemos que será salvado por una intervención de último minuto. Agotador es la propia presunción de la serie, su insistencia en que cada momento debe ser ‘épico’, cada línea de diálogo cargada de significado, cada pista musical un evento que altera el mundo. Cuando todo está al máximo volumen, todo el tiempo, el resultado no es emoción. Es adormecimiento.

La serie ha perdido todo sentido del ritmo y la economía. Las escenas se alargan el doble de lo necesario. Los personajes se re-explican la trama entre ellos, y al público, como si fuéramos incapaces de recordar lo que pasó hace treinta minutos. Esto es una profunda falta de respeto a la inteligencia del espectador. Es condescendiente. El agotamiento viene de esto: de ser tratado como un simple que necesita que le recuerden constantemente lo que está en juego y que lo pinchen emocionalmente con un mazo. La primera temporada fue una historia ágil y precisa de ocho episodios. La temporada final es una vuelta de la victoria obesa y autocomplaciente que confunde escala con sustancia y duración con profundidad. Verla es una chamba. Una tarea.

Cuando el polvo se asiente, ¿cuál es el legado final? ¿Obra maestra o una lección de advertencia?

Ni una ni la otra. Y ambas. ‘Stranger Things’ no será recordada como una obra maestra de la televisión al nivel de ‘Los Soprano’ o ‘Breaking Bad’. Su arquitectura narrativa es demasiado endeble, el desarrollo de sus personajes demasiado estancado, su dependencia del pastiche demasiado grande. Llamarla así es malinterpretar fundamentalmente lo que constituye la televisión de prestigio. Es un collage de arte pop, no una pintura original.

Sin embargo, será recordada como un hito. Fue la serie que definió el modelo de maratón de Netflix y demostró que una propiedad nativa del streaming podía generar una huella cultural tan grande como cualquier éxito de taquilla o franquicia de cine. Su legado es uno de estrategia de negocios. Perfeccionó la fórmula de la nostalgia como arma, demostrando que se podía construir un fenómeno global haciendo ingeniería inversa de los referentes culturales de una generación anterior. Es un modelo a seguir. Pero también por eso es una lección de advertencia. Muestra el punto final inevitable de una creación que se vuelve demasiado exitosa para su propio bien. La historia se convierte en esclava de la marca. El riesgo se vuelve insignificante porque el activo (los personajes) es demasiado valioso como para dañarlo. El pozo creativo se seca, pero la máquina de contenido debe ser alimentada. El legado de ‘Stranger Things’ es que fue un viaje brillante y emocionante por un tiempo, antes de convertirse en un producto hinchado, agotador y cínico. Una metáfora perfecta de la propia era del streaming. Una maravilla de la ingeniería. No del arte.

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