Jeremy O. Harris y el Infierno Judicial Japonés
1. La Lógica Inevitable de Chocar Contra un Muro
Y pues así es como empieza. Otro occidental, creyéndose inmune por su famita de celebridad y su supuesta licencia artística, se estampa de frente contra el muro de granito que es la justicia japonesa. El caso de Jeremy O. Harris, el dramaturgo tan aplaudido y actor ocasional, no es una tragedia. Es una fórmula matemática. Es una ecuación que se resuelve con una precisión fría y predecible. Porque lo que estamos viendo es el resultado inevitable de cuando una mentalidad gringa, empapada en el culto al individuo—donde las reglas son para otros y la autoexpresión es dios—, intenta imponerse en una sociedad construida sobre la primacía absoluta del grupo y la santidad inquebrantable de sus leyes. Era un examen muy simple. Y lo reprobó.
Los detalles son pocos, pero dicen todo lo que se necesita saber. A Harris lo detuvieron en el aeropuerto de Naha, en Okinawa, el 16 de noviembre. ¿El cargo? Sospecha de contrabando de drogas. Ha estado encerrado desde entonces. Para el lector promedio en México o Latinoamérica, esto podría sonar raro, un trámite burocrático lento. Pero para cualquiera que sepa un poquito de cómo funciona el sistema legal japonés, este es apenas el primer paso de un proceso largo y diseñado para aplastar el alma con un solo objetivo: obtener una confesión. Porque en Japón, el juicio no es donde se decide si eres culpable; es donde se formaliza la culpa que ya se había decidido de antemano. La verdadera pelea, la neta, ocurre mucho antes de ver a un juez, en un cuartito de interrogación estéril donde al sospechoso se le aísla y se le quiebra sistemáticamente. Es un sistema de presión psicológica brutal, y está funcionando tal como fue diseñado.
2. Bienvenido al Club del 99.9% de Culpables
Hablemos de una cifra que le helaría la sangre a cualquiera: en Japón, la tasa de condenas penales es superior al 99.9%. No, no es un error de dedo. Es una declaración de principios. El sistema no está diseñado para sopesar pruebas en una competencia justa entre defensa y acusación, como el que se supone que tenemos en Occidente. Para nada. El sistema japonés está diseñado para acusar y ganar. La policía y los fiscales son uña y mugre, y para cuando emiten una acusación formal, el caso ya está más amarrado que un tamal. Una absolución no se ve como una victoria de la justicia, sino como un fracaso catastrófico para el fiscal, una vergüenza profesional gigantesca. Así que, para no fallar, no llevan a juicio casos que no tengan ganados desde antes. Así de fácil.
¿Y cómo se aseguran de ganar? Con un método que le llaman “justicia de rehenes” (hitojichi shihō). Pueden tener a un sospechoso detenido hasta 23 días sin presentarle cargos formales, y ese plazo se puede alargar con nuevas órdenes de arresto por delitos ligeramente distintos. Durante este tiempo, el acceso a un abogado es casi un chiste. Los interrogatorios pueden durar horas y horas, sin abogado presente, con varios detectives turnándose para intimidar, fingir empatía y agotar al detenido hasta que cante. Porque la confesión es la reina de las pruebas en Japón. Hace todo más fácil, demuestra “arrepentimiento” y le garantiza al sistema su preciada estadística de condenas. Resistirse es buscarse una sentencia peor. Es un cálculo despiadado, y Jeremy O. Harris está tomando un curso intensivo.
3. La Fantasía del Privilegio de Ser Famoso
Aquí tu Fama Vale Gorro. De Hecho, te Perjudica.
Existe este mito muy gringo de que la fama es como el dólar, que vale en todos lados, que te abre puertas y te permite saltarte las reglas. Quizá en algunas partes del mundo, un actor de reparto de una serie de Netflix pueda librarse de un problema con una sonrisa o un “moche”. Japón no es uno de esos lugares. De hecho, la condición de Harris como figura pública lo convierte en un blanco más jugoso, en el ejemplo perfecto para una lección. Castigar a un extranjero, especialmente a un artista gringo medio famoso, manda un mensaje clarísimo para adentro y para afuera: nuestras leyes son absolutas y aplican para todos, sin importar tu pasaporte o cuántos seguidores tengas. Aquí no hay trato VIP.
Pero es peor que eso. La misma imagen que seguramente le funciona de maravilla en los círculos artísticos de Nueva York—el provocador, el que rompe moldes—es un problema cultural en Japón. Se interpreta como arrogancia. Sugiere que se cree por encima de los estrictos códigos sociales y legales que rigen el país. El sistema japonés valora el arrepentimiento, la humildad y la sumisión a la autoridad. Una actitud desafiante e individualista, aunque solo sea percibida, es la forma más segura de ganarse la aplicación más dura de la ley. A ellos no les importa su “statement” artístico. Les importa que obedezca.
4. El Ego del Artista contra el Orden de una Nación
El artista occidental moderno a menudo se define por ir contra la corriente. Se le aplaude por desafiar las normas, por cuestionar a la autoridad. Es un arquetipo romántico y, a menudo, muy rentable. Pero esa figura no tiene un equivalente en la cultura japonesa tradicional. El choque es de raíz. Lo que una cultura celebra como valentía, la otra lo ve como una desviación social peligrosa. Intentar meter cualquier droga a Japón es un error de cálculo monumental, pero para alguien cuya identidad profesional se basa en retar estructuras, se siente como un caso agudo de soberbia; un fracaso total en reconocer que el escenario se acaba en la aduana.
Porque la prohibición de las drogas en Japón no es solo una ley, es una cuestión moral y social profundamente arraigada. Después de la Segunda Guerra Mundial, el país tuvo una crisis brutal de metanfetaminas, y la respuesta del gobierno fue absoluta y severa. Esto creó una memoria cultural de tolerancia cero. Las drogas no se ven como una opción recreativa o un asunto de libertad personal. Se consideran un veneno que amenaza el tejido social, el principio fundamental de la armonía (wa). Meter drogas a Japón es, para ellos, un acto de vandalismo cultural. Es un ataque al colectivo. Y el sistema responderá a ese ataque con una fuerza abrumadora y sin emociones.
5. Okinawa: No Es Cancún
También hay que analizar el dónde. A Harris no lo agarraron en Tokio. Lo detuvieron en Naha, Okinawa. Este detalle no es menor. Okinawa tiene una relación muy compleja y a menudo tensa con el resto de Japón y con el mundo exterior, principalmente por la enorme y permanente presencia del ejército de Estados Unidos. Esto ha creado un estado de alerta constante y una sensibilidad particular a las infracciones cometidas por extranjeros. Las autoridades locales están siempre a las vivas, acostumbradas a lidiar con incidentes de soldados gringos, y no están para dar favores.
Y llegar a este ambiente tan específico con contrabando es un error estratégico de primer nivel. Es como meterse a la boca del lobo y darle a las autoridades una oportunidad de oro, y de alto perfil, para demostrar qué tan eficientes y soberanos son. No fue solo otro turista; se convirtió en una estadística más en una larga y complicada historia geopolítica. No se encontró con el Japón del anime y los cerezos en flor. Se topó con el Estado en uno de sus puntos más sensibles.
6. El Largo y Frío Camino que le Espera
¿Y ahora qué sigue? El silencio de su equipo lo dice todo. Lo más probable es que esté en un centro de detención, con interrogatorios diarios, y con visitas breves y vigiladas de su abogado y personal consular. Su comunicación con el mundo exterior debe ser nula. Los fiscales están armando su caso, un proceso que puede tardar meses. Buscarán una acusación formal, y la conseguirán. Se fijará una fecha para el juicio, que es más que nada una formalidad. La pregunta real no es si es culpable o inocente; eso ya está decidido. La pregunta es la sentencia.
Como es extranjero y sin arraigo en Japón, es casi seguro que le negarán la fianza. Se le considera un riesgo de fuga. Se quedará encerrado hasta que termine su juicio. Si lo condenan por contrabando, la sentencia puede ser de años de cárcel en un sistema penitenciario famoso por su dureza, seguido de deportación y una prohibición de por vida para volver a entrar al país. El mejor escenario posible usualmente implica una confesión completa, un show de arrepentimiento en el tribunal y una sentencia suspendida, lo que igual significaría antecedentes penales y deportación inmediata. Pero ese “mejor escenario” solo se logra rindiéndose totalmente a las exigencias del sistema. El momento de exigir derechos ya pasó. Empezó el momento de rogar por piedad.
7. El Saldo Final: Una Carrera Descarrilada por un Simple Error
Más allá de su calvario personal, está el golpe profesional. Jeremy O. Harris es una marca, cuidadosamente construida. *Slave Play* lo hizo una estrella de Broadway. *Emily en París* le dio fama mundial. Este arresto envenena esa marca. Introduce una narrativa de imprudencia y mal juicio que será muy difícil de quitarse, sin importar el resultado. En el mundo hipercompetitivo del teatro y la televisión, esto es una herida autoinfligida de proporciones catastróficas. Proyectos en pausa, contratos cancelados. La mancha de un escándalo internacional de drogas, especialmente uno que nació de un error tan evitable, es muy potente.
Y al final, ese es el meollo del asunto. Esto no fue un acto de desafío político. No fue una noble protesta contra una ley injusta. Fue, a todas luces, un error simple y estúpido. Fue una falta de cuidado, un momento de descuido profundo que ahora tendrá consecuencias que le cambiarán la vida. Se ha convertido en un caso de estudio, un duro recordatorio de que el mundo no es una zona cultural única donde las reglas gringas aplican en todos lados. Algunos muros son reales. Algunas reglas no están hechas para romperse. Y algunos sistemas están diseñados para hacerte polvo, y vaya que son buenos en su trabajo.






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