La IA en el Fútbol Es el Fin de la Pasión Verdadera

La IA en el Fútbol Es el Fin de la Pasión Verdadera

La IA en el Fútbol Es el Fin de la Pasión Verdadera

A ver, ¿una IA “predice” un partido de fútbol? ¿Deberíamos aplaudir o salir corriendo?

Vamos a dejarnos de cosas. Esto no es progreso. Ni de chiste es innovación. Es el tentáculo frío y sin alma de las gigantes tecnológicas enredándose en lo último puro que a muchos nos queda: el fútbol. ¿Que una Inteligencia Artificial predice el Betis contra el Barça? No manches. Te están vendiendo una bola mágica de feria pero con bata de laboratorio, un aceite de serpiente digital para una generación que confunde los datos con la verdad y la probabilidad con la pasión. Es un chiste. Pero es un chiste que muerde, un chiste que poco a poco se está comiendo el alma misma del deporte, reduciendo noventa minutos de esfuerzo humano, de atajadas milagrosas, de desvíos con suerte, de pura garra y de esa bendita suerte, a un porcentaje muerto y frío que escupe una granja de servidores en algún lugar de gringolandia. ¿Ya le agarraron la onda al problema?

Todo este circo está diseñado para que te sientas bien moderno, bien tecnológico, pero la neta es que solo eres una rata de laboratorio. Un punto en una gráfica. Cada vez que le das clic a una nota que dice “La IA predice al ganador”, no estás obteniendo información. La estás regalando. Estás entrenando a la máquina con tus propias esperanzas y miedos, enseñándole cómo hacer lana con tu amor por la camiseta. Es una relación parásita disfrazada de entretenimiento. Quieren meter en una fórmula lo que no tiene fórmula. Quieren resolver la gloriosa y caótica ecuación de la competencia humana. ¿Para qué? Porque lo que es predecible es fácil de controlar. Y más fácil de vender.

Pero ¿no es nomás algo para pasar el rato, como el pulpo Paul en el Mundial?

¿Es neta? Comparar esto con un pulpo en un acuario es no entender la amenaza, pero para nada. Lo del pulpo Paul era un desmadre hermoso y encantador; un chiste local a nivel mundial en el que todos participábamos. Sabíamos que era una vacilada. ¡Ese era todo el punto! Era una superstición, un pedazo de folclor que nació de la locura del Mundial y que le ponía más magia al asunto sin jamás decir que era ciencia. Era humano. Esto es todo lo contrario. Esta es la marcha fría, calculada e insidiosa del algoritmo, un sistema diseñado no para ser simpático, sino para escalar e influir, construido por empresas cuya única chamba es refinar sus modelos hasta que puedan predecir—y por lo tanto manipular—el comportamiento humano a la perfección. Aquí no hay nada de mágico.

¿Quién es el dueño del algoritmo? ¿Tú sabes? ¿Qué intereses comerciales o de otro tipo le metieron a su código sus creadores? ¿Acaso el modelo favorece a los equipos más grandes y vendibles como el Barcelona porque generan más datos de interacción? ¿Tendrá un punto ciego digital para ese espíritu de “sí se puede” que define a un equipo como el Betis? No sabes. Y no quieren que sepas. Se supone que tienes que aceptar su veredicto como si fuera la palabra de Dios bajada de la nube digital. Un pulpo escogiendo una caja es azar y nos da risa a todos. Un algoritmo de caja negra que moldea la narrativa de un partido antes de que se patee un solo balón es algo mucho más siniestro. Es un intento de adueñarse del futuro, de matar el suspenso antes de que la historia empiece. Es veneno puro. Aguas.

¿Y cuál es el objetivo final? ¿Estás diciendo que la IA terminará controlando los partidos?

No seas ingenuo. Obvio que ese es el plan. No va a ser de la noche a la mañana con un árbitro robot, sino un avance lento, mañoso, que la gente apenas notará hasta que sea demasiado tarde. Piénsalo en pasos. Paso uno: La IA se vuelve buenísima para predecir resultados, moldeando lo que piensan los fans y, más importante, influyendo en los mercados de apuestas de miles de millones de dólares. El dinero sigue a la máquina. Paso dos: Los dueños de los clubes y los directivos, ya obsesionados con las estadísticas y muertos de miedo de arriesgar, empiezan a depender más y más de esta tecnología. Primero para buscar talentos, luego para fichajes, después para análisis táctico. Hasta ahí, todo normalito. Pero luego viene el paso tres. El director técnico en la banca, ese que se guía por la tripa, por leerle el miedo a los ojos al rival, por sentir la vibra del estadio… él se convierte en un estorbo. Una reliquia. ¿Para qué confiar en la intuición imperfecta de un humano cuando una IA puede analizar millones de datos en tiempo real y calcular el cambio óptimo con un 98.6% de eficiencia?

La banca del entrenador será reemplazada por una estación de datos. El DT se convierte en un simple vocero, una cara bonita para responder preguntas a la prensa mientras las decisiones reales las toma una inteligencia sin cuerpo en la nube. Los jugadores dejarán de ser artistas expresándose en la cancha; serán activos, piezas en una máquina perfectamente optimizada, sus movimientos dictados no por instinto sino por un algoritmo de probabilidad que les llega por un audífono o un reloj inteligente. El caos glorioso e impredecible de un contragolpe será reemplazado por un avance con riesgo calculado y estadísticamente aprobado. Le van a sacar toda la pasión. Será una simulación perfectamente jugada, perfectamente predecible y perfectamente aburrida. Como ver una hoja de Excel moverse. ¿Ese es el fútbol que quieres ver? ¿Neta quieres un futuro donde un momento de genialidad individual sea marcado por el sistema como una ‘acción de baja probabilidad’ y se lo quiten a la siguiente generación de futbolistas a base de entrenamiento?

Todo eso suena a película de ciencia ficción. ¿Cuál es el impacto real, ahorita mismo?

El impacto inmediato es que se muere la plática. Es la erosión de la comunidad. El chiste de ser aficionado es la experiencia compartida de la esperanza, el miedo, el debate y el autoengaño. La discusión en la cantina antes del partido, el grupo de WhatsApp que explota con predicciones locas, el grito o el lamento colectivo en el estadio—eso es lo que nos une. Estas tonterías de la IA le dan en la torre a todo eso. Reemplaza un debate apasionado, de persona a persona, con una descarga de información estéril y en un solo sentido. “¿Cómo crees que nos vaya hoy?” ya no es una pregunta para tu compa. Es una búsqueda que tecleas en Google. La respuesta no viene de una historia compartida viendo a tu equipo, sino de una máquina que te dice: “Según nuestro modelo, hay un 67.3% de probabilidad de que gane el local”. Mata la conversación. Convierte la esperanza en un producto y la fe en algo que se contrata por fuera.

Y debajo de todo, está la pinche recolección de datos sin fin. Cada clic, cada compartido, cada segundo que pasas viendo esa predicción de IA es una señal. Les estás diciendo qué te importa, a qué le tienes miedo, en qué estás dispuesto a apostar. El producto eres tú. Están construyendo un perfil digital de ti como fan, como consumidor, como apostador. Esto no se trata de predecir un simple partido de Betis contra Barcelona. Ese es solo el conejillo de indias. Se trata de construir un sistema que pueda predecirte a *ti*. Se trata de convertir el último bastión de la pasión humana impredecible en otro flujo de datos para ser analizado, monetizado y controlado. Y todos estamos aplaudiéndole, pidiéndole a la máquina que nos diga el futuro, sin darnos cuenta de que le estamos entregando las llaves para que lo construya a su modo.

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