Apagón en Utah Exhibe la Fragilidad de México
El Espejo Lejano de un Apagón Gringo
Que a unos miles de gringos en Utah se les fue la luz. Vaya noticia. Veinte mil hogares por aquí, otros tres mil por allá. La versión oficial, esa que siempre suena a pretexto barato, habla de una “línea dañada”. La empresa, Rocky Mountain Power, está “al tanto”. Y ya, ¿no? A otra cosa. Esto parece el típico relleno en las noticias locales, una molestia pasajera que se olvida antes del reporte del clima. Pero si vemos esto y pensamos que es un problema ajeno, un asunto de gringos, estamos cometiendo un error garrafal. De una miopía estratégica que nos va a costar carísimo. El apagón en Utah no es una anécdota. Es un espejo. Y lo que refleja es nuestra propia y aterradora fragilidad aquí en México.
Nos dicen que fue una simple línea dañada. ¿Pero qué significa eso en realidad? ¿Un coche que se estampó contra un poste? ¿Una rama de árbol? ¿O es el síntoma de una enfermedad sistémica, de una podredumbre que recorre toda la infraestructura de Norteamérica? El sistema eléctrico, el corazón que bombea vida a la civilización moderna, es una antigüedad. En Estados Unidos y, no nos hagamos tontos, aquí también. Es un monstruo parchado, un Frankenstein de cables viejos, transformadores de la época de nuestros abuelos y sistemas de control que apenas pueden con el paquete del siglo XXI. Hemos montado una sociedad digital, dependiente del internet y las transferencias electrónicas, sobre un esqueleto analógico y oxidado. Y luego nos sorprendemos cuando los huesos crujen. Es de locos. Este pequeño apagón en un condado perdido de Utah es una prueba de estrés. Un temblor chiquito antes del verdadero terremoto. Y la estamos reprobando.
Nuestra Falsa Sensación de Seguridad
Pensemos por un momento en lo que vivieron esas 23,000 personas. Un instante estás en el mundo moderno, y al siguiente, te botan de regreso a la edad de piedra. Se te va el internet. Se apagan las luces. El refri deja de sonar. La comunicación, el dinero, la seguridad, el entretenimiento… todo desaparece en un parpadeo. Es un golpe psicológico brutal. Un recordatorio de que la normalidad es una capa de barniz muy delgada. Le hemos entregado nuestra supervivencia a esta red de cables que ni entendemos ni mantenemos como se debe. ¿A eso se le puede llamar estrategia? ¿Es inteligente construir un país entero que depende de un sistema tan vulnerable? Claro que no. Es soberbia pura, una apuesta ridícula a que el sistema aguantará para siempre, cuando ni siquiera fue diseñado para la demanda actual, y mucho menos para la avalancha que se viene con la electrificación forzada de todo, desde los coches hasta las estufas. Y mientras allá se les queman los fusibles, ¿qué creemos que pasa aquí, donde la CFE hace malabares para mantener las luces prendidas y la discusión política se centra en si la soberanía es más importante que los fierros nuevos?
El poder, tanto el de allá como el de acá, tiene un interés claro en minimizar estos eventos. Son maestros en el arte de dorar la píldora. Nos aseguran que “ya se está trabajando”, que “las cuadrillas van en camino”. Palabras para calmarnos, para que volvamos a nuestro estado de complacencia. Pero están gestionando una crisis que ellos mismos crearon. Una crisis nacida de décadas de no meterle un peso al mantenimiento, de preferir los balances políticos o los dividendos para accionistas antes que la inversión en infraestructura crítica. Cada que parpadea la luz en Monterrey, en la Península de Yucatán o en la Ciudad de México por una sobrecarga en verano, es un testimonio de su fracaso. No es un fallo técnico. Es un fallo de visión. Un fracaso de estrategia.
Una Historia Escrita con Apagones
Seríamos unos ilusos si pensáramos que esto es nuevo. La historia nos da un mapa claro de lo que viene, pero insistimos en no saber leerlo. Allá en el gabacho, el apagón del noreste en 2003 dejó a 55 millones de personas a oscuras. ¿La causa? Una maldita rama de árbol en Ohio que no podaron. Un solo punto de fallo que provocó un colapso en cascada. Prometieron que no volvería a pasar. ¿Y qué tal el congelamiento de Texas en 2021? Millones sin luz en medio de un frío polar, no por un ataque terrorista, sino por una tormenta predecible que golpeó un sistema que nunca prepararon para el invierno por ahorrarse unos centavos. La gente se murió de frío en sus casas. Y nosotros en México, que dependemos críticamente del gas texano para generar nuestra propia electricidad, vimos cómo nos cerraban la llave. ¿Se nos olvida muy rápido? No fue un problema de ellos. Fue nuestro problema. Nos quedamos a oscuras por su falta de previsión.
Estos no son eventos aislados. Son puntos en una gráfica que va para arriba. Cada apagón, sea en Texas o en la colonia Roma, es síntoma de la misma enfermedad: un abandono estratégico de los cimientos de nuestra sociedad. Y aquí en México, el debate es aún más perverso. La discusión se enreda en la ideología: que si la CFE, que si los privados, que si la soberanía energética. Mientras los políticos se pelean por el control del switch, los transformadores siguen explotando y las líneas siguen siendo las mismas de hace 40 años. Le estamos buscando tres pies al gato, discutiendo el color de la pintura mientras la casa se nos cae a pedazos. ¿De qué sirve una soberanía energética si la energía no llega a los enchufes? ¿Es esa la estrategia? ¿Presumir un control estatal sobre un sistema decrépito?
La Amenaza Compartida
La mayor amenaza para nuestro sistema eléctrico no es un huracán o un temblor. Es nuestra propia parálisis. Nuestra incapacidad para tener una discusión seria y técnica sobre el futuro. Pero nuestros adversarios y competidores no son tan complacientes. La red eléctrica de Norteamérica, interconectada como está, es un blanco perfecto. Un ataque coordinado, ya sea físico a subestaciones clave o, más probablemente, cibernético, podría paralizar no solo a Estados Unidos, sino arrastrarnos a nosotros con ellos. Pensemos en la industria maquiladora del norte. ¿Qué pasa en Tijuana, Juárez o Reynosa si la red de California, Arizona o Texas colapsa por días o semanas? Se detiene la producción. Se para la economía. El golpe para México sería brutal. Estamos físicamente conectados a un gigante enfermo, y actuamos como si su salud no nos afectara.
Y a esto le sumamos nuestras propias vulnerabilidades. La dependencia del gas gringo. La falta de inversión crónica en la red de transmisión de la CFE. La politización de decisiones que deberían ser puramente técnicas. Estamos construyendo el futuro del país, el famoso “nearshoring” y la atracción de industrias, sobre una red eléctrica que ya hoy opera al límite. Es como querer correr un auto de Fórmula 1 con las llantas de un Tsuru. Simplemente no va a funcionar. Es un suicidio estratégico. Prometemos un paraíso para la inversión, pero no podemos garantizar que tendrán luz de manera confiable. Es una contradicción que tarde o temprano nos va a explotar en la cara.
La Consecuencia Final: El Colapso Sistémico
Vamos a llevar el argumento hasta su última consecuencia. Olvidemos el apagón de unas horas en Utah y pensemos en un colapso eléctrico sostenido en una región importante de México. ¿Qué pasa al tercer día? Primero, la información muere. Se cae el internet. Las antenas de celular, con sus baterías de respaldo limitadas, se apagan. Se acaba la comunicación. El vacío lo llenan el miedo y los rumores. Es el primer paso para el caos social. Luego, el comercio. Sin luz no hay terminales de tarjeta, no hay transferencias SPEI, no hay cajeros automáticos. La economía digital se esfuma. La cadena de suministro se rompe. Los anaqueles de los supermercados, vacíos en 72 horas, no se vuelven a llenar. Las farmacias no pueden despachar medicinas. Las gasolineras no pueden bombear gasolina. La civilización es una capa muy delgada, y está sostenida por el zumbido de la corriente eléctrica.
Después vienen los efectos en cascada. Las plantas de tratamiento de agua fallan. Sin electricidad para bombear y potabilizar, regresamos a la época del cólera. Los hospitales, con combustible limitado para sus generadores, se convierten en morgues. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que la desesperación de la gente sin comida, sin agua y sin información se convierta en violencia? La capacidad del Estado para mantener el orden también depende de esa misma red eléctrica frágil. Sus comunicaciones, su logística, todo. Un apagón generalizado y prolongado no es una simple molestia. Es un golpe de estado técnico. Es la aniquilación de un país funcional.
Decidir en la Oscuridad
Este es el tablero de ajedrez. El apagón en Utah es un peón que se mueve. Parece insignificante, pero prepara el juego. En México, estamos frente a una decisión que no queremos tomar. Podemos seguir en este circo de ignorancia voluntaria, de politiquería barata mientras la infraestructura se pudre. Podemos seguir pretendiendo que podemos ser una potencia manufacturera con la red eléctrica de un país en desarrollo. O podemos ver este pequeño incidente en Utah como lo que es: la última llamada de atención. Un llamado a empezar el trabajo duro, caro y políticamente complicado de reconstruir el sistema que hace posible a México. La alternativa es quedarnos sentados en la oscuridad, esperando a que todo se derrumbe. La luz se fue en Utah por unas horas. Fue un evento menor. Pero también fue un vistazo al futuro, un futuro que estamos eligiendo activamente cada día que preferimos la grilla al trabajo serio.






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