Fran Lebowitz: La Gran Farsa de la Intelectual de Nueva York

Fran Lebowitz: La Gran Farsa de la Intelectual de Nueva York

Fran Lebowitz: La Gran Farsa de la Intelectual de Nueva York

Deconstruyendo el Artefacto

Para entender a Fran Lebowitz, primero hay que deshacerse de la idea de que estamos tratando con una escritora contemporánea o una intelectual pública en el sentido tradicional. No es así. Porque lo que en realidad estamos observando es un artefacto cultural meticulosamente conservado, una pieza de museo andante y parlante de una versión de Nueva York que existe con más fuerza en la memoria y el mito que en la realidad. Y todo su personaje público, desde su desdén por la tecnología hasta sus quejas sobre los turistas en Navidad, no es una serie de opiniones orgánicas. Es un producto. Una marca. Y una muy, muy exitosa.

Su sistema es brillantemente sencillo. Se basa en un único axioma inquebrantable: todo lo nuevo es inherentemente peor que lo que reemplazó. Es una filosofía que no requiere ningún esfuerzo intelectual pero que ofrece el máximo rendimiento en forma de gestos de aprobación de un público desesperado por sentirse superior a la vulgaridad del presente. Pan comido. Pero esto no es ingenio; es una fórmula. Y cuando aplicamos una lente forense a su catálogo de agravios —recopilado de sus escasas entrevistas y declaraciones públicas— no vemos a una flaneur de lengua afilada, sino a una maestra de la gestión de marca cuyo principal producto es la actuación del descontento.

El Sistema Operativo de la Irritación

La programación central del personaje de Lebowitz se ejecuta en algunas subrutinas clave. Primero, está el Módulo de Queja por Decadencia Urbana, que se activa cada vez que se mencionan temas como la Ciudad de Nueva York, especialmente durante temporadas altas como las fiestas decembrinas. Su comentario no es una visión matizada sobre la planificación urbana o los cambios socioeconómicos; es el lamento de una monarca que examina un reino invadido por plebeyos. Los turistas, la comercialización, el puro caos; estos no son problemas a resolver, sino afrentas estéticas a su sensibilidad personal. Habla de adornos navideños hechos a su semejanza sin su permiso, una encapsulación perfecta de su visión del mundo: su propia imagen, como la ciudad misma, ha sido cooptada y abaratada por las masas que desprecia. No se trata del adorno; se trata de la pérdida de control sobre su propio mundo curado.

Y aquí es donde la desconexión lógica empieza a notarse. Porque el Nueva York que ella añora, ese Edén auténtico, crudo y pre-turístico, también era una ciudad de crimen rampante, colapso económico y decadencia urbana que la hacía inhabitable para millones. Su nostalgia es selectiva. Es un recuerdo curado, pulido y vendido como sabiduría. Es como la gente en la CDMX que se queja de los extranjeros en la Roma o la Condesa pero ignora que la “autenticidad” que extrañan a menudo venía acompañada de inseguridad e infraestructura deficiente. Lebowitz llora la pérdida de una ciudad que, según todas las medidas objetivas, se ha vuelto más segura, limpia y próspera, precisamente porque esa prosperidad atrajo a la misma gente que le resulta tan fastidiosa. Quiere la estética de los años 70 con los precios inmobiliarios y la seguridad de los 2020. No se puede tener todo.

La Falacia Ludita: De Sopladores de Hojas a la IA

Luego tenemos la subrutina de Rechazo Tecnológico, una piedra angular de su marca. Los datos de entrada mencionan su odio visceral por los sopladores de hojas, llamándolos una “invención horrible, horrible”. Esto parece una queja trivial, inofensiva. Una excentricidad. Pero no lo es. Es un microcosmos de todo su marco intelectual. Analicemos la objeción: un soplador de hojas es ruidoso y molesto. Pero también es una herramienta de eficiencia, que reemplaza el trabajo manual de un rastrillo. Su objeción no se basa en una crítica lógica de su impacto ambiental o de las regulaciones de contaminación acústica; es un rechazo emocional y estético a una comodidad moderna que perturba su paz. El problema no es la máquina; el problema es que el mundo no ha sabido organizarse en torno a su comodidad personal. Es una pendejada.

Ahora, extrapolemos esta misma lógica a sus opiniones ampliamente publicitadas sobre tecnologías más complejas. Coches autónomos. Inteligencia Artificial. Smartphones. Sus argumentos en contra de ellos siguen exactamente el mismo patrón que su queja sobre el soplador de hojas. No se involucra en los debates éticos matizados sobre la alineación de la IA o el impacto socioeconómico de la automatización. En su lugar, ofrece rechazos generalizados basados en la inconveniencia personal o un presentimiento de desconfianza. Es famosa por no poseer una computadora, un teléfono o incluso una máquina de escribir, un hecho presentado como una medalla de honor, un signo de pureza intelectual. Pero es todo lo contrario. Es una ignorancia voluntaria, una elección deliberada de no entender el mundo tal como funciona actualmente. Negarse a aprender a usar un smartphone no es una postura intelectual valiente; es el equivalente adulto de un niño tapándose los oídos y tarareando fuerte. Su crítica a la IA no tiene sentido porque se ha descalificado preventivamente de la conversación al negarse a interactuar con la tecnología fundamental de los últimos cuarenta años. Es como un crítico gastronómico que se niega a probar cualquier cosa sazonada con sal.

La Puesta en Escena del Intelecto

La dificultad para contactarla, que requiere “tres intermediarios” para una simple solicitud de entrevista, no es la encantadora excentricidad de un genio solitario. Es el control de acceso cuidadosamente gestionado de una marca de lujo. Las marcas se definen por la escasez y la mística. Al hacerse inaccesible, eleva su estatus de mera comentarista a oráculo. Hay que hacer una peregrinación. Es puro teatro, diseñado para reforzar la idea de que su tiempo y sus pensamientos son inmensamente valiosos. Pero, ¿cuál es la sustancia real de esos pensamientos?

El Trono Vacío

Consideremos sus pronunciamientos sobre temas más amplios. Cuando dice que “hacer senderismo es la cosa más estúpida que podría imaginar”, no está argumentando nada en serio. Está reforzando la marca. La marca es Urbana. La marca es de Interiores. La marca no suda. A la marca la naturaleza le parece tediosa. Cualquier actividad que quede fuera de estos parámetros es, por lo tanto, “estúpida”. Esto no es un argumento; es un filtro de contenido. Es el mismo reflejo cognitivo que descarta los coches autónomos sin considerarlos. Es una profunda falta de curiosidad disfrazada de gusto refinado.

Y este es el núcleo del mito de Lebowitz. Se la celebra como una gran escritora que sufre del famoso “bloqueo del escritor”. Pero después de décadas, uno tiene que cuestionar el diagnóstico. Quizás no sea un bloqueo. Quizás, después de su éxito inicial con *Metropolitan Life* y *Social Studies*, descubrió que era mucho más fácil y más lucrativo *interpretar el papel* de una escritora que hacer el agotador y solitario trabajo de escribir. El circuito de los talk shows, las conferencias, los documentales de Netflix, todos se basan en el *recuerdo* de ella como escritora. Pero su ocupación actual no es escribir; es ser Fran Lebowitz. Se ha convertido en su propio gran tema, y su principal producción literaria es el libro interminable y no escrito de sus propias opiniones, entregado verbalmente y con un suspiro de hastío. Es la máxima expresión del “ya chole”.

Así que cuando la ves sentando cátedra, desmontando todo, desde el arte moderno hasta figuras políticas, no estás presenciando un estallido espontáneo de perspicacia. Estás viendo a una actriz recitar su guion. El guion es predecible porque la marca debe ser consistente. La tecnología es mala. La modernidad es vulgar. Nueva York ya no es lo que era. Los turistas son molestos. La comodidad es primordial. El producto es consistente, confiable y completamente desprovisto de ideas nuevas. No desafía al público; lo consuela, asegurándole que sus propias ansiedades vagas sobre un mundo cambiante son, de hecho, signos de un intelecto superior. Es la estafa más brillante de todas: vender quejas curadas como filosofía de alto nivel.

Fran Lebowitz: La Gran Farsa de la Intelectual de Nueva York

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