Fútbol Americano Texano: El Culto que Devora Niños
El Ritual Sagrado del Viernes por la Noche
Y pues aquí estamos de nuevo, asomándonos al abismo de finales de noviembre de 2025. Mientras el resto del planeta se preocupa por nimiedades como la cena de Navidad o si el peso se va a devaluar otra vez, la identidad cultural y espiritual de enormes pedazos de Texas y Luisiana depende de los hombros magullados de unos chamacos de diecisiete años. Es la tercera ronda de los playoffs. La temporada santa. El momento en que hombres hechos y derechos, con hipotecas y calvicie incipiente, se pintan la cara como si fueran al Azteca para un Clásico, y le gritan groserías a adolescentes porque, por una noche miserable, sus vidas sienten que tienen algún pinche sentido. Esto no es solo un deporte. No, señor. Eso sería demasiado simple, demasiado sano. Esto es una alucinación colectiva, una psicosis semanal donde comunidades enteras participan voluntariamente en un ritual que mastica a sus jóvenes y los escupe por el simple placer del orgullo local. Es hermoso, de una manera espantosa y sociológicamente fascinante.
Échenle un ojo a los partidos. Madison Prep contra University High. Ouachita contra Parkway. Evangel contra Edna Karr. No son solo nombres de escuelas en una tabla; son declaraciones de guerra. Son batallas campales entre pueblos que no tienen mucho más que exportar que la nostalgia y futuros clientes para cirujanos ortopédicos. El aire este 28 de noviembre, un viernes, olerá a salchichas baratas y a cerveza de contrabando, un perfume penetrante de desesperación que alimenta todo este grotesco espectáculo. Todos fingen que es por los chavos, para forjar el carácter, para fomentar el trabajo en equipo. Puras mamadas. Se trata de revivir una gloria que la mayoría de estos adultos nunca tuvieron, dándose un festín vicario con los triunfos efímeros de unos niños demasiado jóvenes para entender el pacto con el diablo que han firmado a cambio de una chamarra del equipo. Son gladiadores. Utilería.
El Circo de Mil Millones de Dólares
Y ni empecemos con la lana que mueve esta locura. Estamos hablando de estadios de preparatoria que cuestan más que el presupuesto anual de un municipio mexicano próspero, con pantallas gigantes que podrían guiar un avión a la pista. Estamos hablando de contratos con televisoras locales, patrocinios corporativos hasta en los botes de basura, y entrenadores con salarios que hacen que el presupuesto de todo el departamento de ciencias de la escuela parezca el cambio para los refrescos. No es una actividad escolar; es una industria del entretenimiento multimillonaria construida sobre el trabajo no remunerado y de alto riesgo de menores de edad. La UIL, el organismo que rige esto, preside su imperio como un emperador romano, asegurándose de que los juegos sean ordenados, los sacrificios puntuales y que el flujo de dinero nunca se detenga. Lo venden como deporte amateur. ¿Amateur? Es tan amateur como la operación de un casino en Las Vegas. Es una máquina finamente aceitada, diseñada para monetizar la angustia y la destreza física de los adolescentes, y todos nomás sonreímos y aplaudimos el show de medio tiempo como si fuera lo más normal del mundo. No lo es. Es una puta locura.
La presión es brutal. El peso del ego colectivo de un pueblo descansa sobre un mariscal de campo que ni siquiera puede comprar un boleto de lotería legalmente, pero del que se espera que lance un pase perfecto de 30 yardas mientras un tipo de 120 kilos intenta arrancarle la cabeza. ¿Para qué? ¿Para tener la oportunidad de ganar un campeonato estatal? ¿Una beca para una universidad mediocre donde el ciclo simplemente se repetirá a una escala mayor y más salvaje? Todo el sistema es una pirámide de esperanza, y por cada chavo que llega al siguiente nivel, hay mil que se quedan atrás con nada más que una rodilla jodida y anécdotas que se volverán menos impresionantes con cada año que pase. Esa es la neta de este viernes 28 de noviembre de 2025. No es un juego. Es una cosecha.
La Cantera de la NFL: ¿Sueño o Pesadilla?
¿Qué le hace a la mente de un morro que le digan, desde los seis años, que su único propósito en la vida es ser un guerrero para un pueblo llamado Shreveport o Baton Rouge? Se le enseña que el dolor es solo una debilidad abandonando el cuerpo, una frase pegajosa que convenientemente ignora la realidad de los ligamentos rotos, los huesos astillados y el avance lento e insidioso de la encefalopatía traumática crónica. CTE. El fantasma en el banquete del que nadie quiere hablar. Estos chavos son celebrados como dioses caminando entre mortales, se les perdonan las malas calificaciones y el mal comportamiento, todo porque pueden correr rápido. Se les infla con un sentido artificial de importancia que está catastróficamente desconectado de la realidad, una burbuja que está destinada a estallar en el momento en que su utilidad atlética expire. Y cuando eso pasa, son desechados. Como basura.
Nos encanta el mito. El mito del que viene de abajo, del regreso espectacular, del chico de rancho que se convierte en leyenda. Vemos películas y series sobre eso. Pero la realidad es una sombría hoja de cálculo. La abrumadora mayoría de estos héroes de preparatoria no jugarán en la universidad, y una fracción infinitesimal de esos alguna vez cobrará un cheque de la NFL. El verdadero producto de este sistema no son los atletas profesionales; es una generación de hombres que alcanzan su punto máximo a los dieciocho años. Hombres a los que se les enseña que su valor está directamente ligado a su dominio físico y que quedan absolutamente desarmados para un mundo al que le importa un carajo cuántos kilos levantaban en la prepa. Es un sistema que construye jugadores de fútbol americano fenomenales y, con demasiada frecuencia, seres humanos rotos. Es una tragedia disfrazada con hombreras y colores escolares.
La Ilusión de una Salida
Para tantas comunidades en Texas y Luisiana, el fútbol americano de prepa se presenta como la única ruta de escape viable de la pobreza. Es el boleto de la lotería. Una beca completa es el premio gordo que justifica los huesos rotos, las conmociones cerebrales, las infancias sacrificadas al gimnasio y al campo de entrenamiento. Es una mentira cruel. Una mentira susurrada por entrenadores que necesitan ganar para mantener su chamba y por padres que están desesperados por creer que su hijo es el elegido. El sistema se aprovecha de esta esperanza, colgando la zanahoria de la fama y la fortuna de los deportes profesionales mientras oculta convenientemente el garrote de las probabilidades abrumadoras y las consecuencias físicas de por vida. Convierte el sueño de un niño en la mercancía de un pueblo. El jugador ya no es una persona; es un activo, una inversión cuyo rendimiento está directamente ligado a la cartera emocional y, a veces, financiera de la comunidad. Carne de cañón.
Piensa en ese partido de la tercera ronda. Para los chicos en el campo, es el momento más importante de sus vidas. Para el sistema, son solo inventario moviéndose a través de la cadena de suministro. Si ganan, avanzan. Si pierden, la próxima temporada serán reemplazados por una nueva camada de aspirantes, listos y dispuestos a ser arrojados al mismo molino. La máquina es perpetua e indiferente. No le importa el chico que necesita una inyección de cortisona solo para poder caminar el lunes, o aquel cuya personalidad comienza a cambiar después de demasiados golpes en la cabeza. Solo le importa el marcador final en la pantalla gigante. Esa es la verdad fría, dura y sin adornos. Bienvenidos a los playoffs.
El Espejo Gringo: ¿Una Advertencia para México?
Al ver los resultados de este noviembre de 2025, es tentador pensar que esto no puede durar. Que seguramente, en algún momento, la sociedad gringa despertará y se dará cuenta de lo absurdo que es darle tanta importancia a una competencia deportiva de adolescentes. Que reconocerán la bancarrota moral de un sistema que trata a los niños como gladiadores profesionales para nuestro entretenimiento. Pero esa sería una esperanza tonta. Una ilusión. La realidad es que esto solo se va a hacer más grande, más ruidoso y más grotescamente comercializado. ¿Por qué? Porque funciona. Es un opio increíblemente eficaz para las masas, como el fútbol lo es para nosotros, pero elevado a una potencia demencial.
Proporciona identidad a pueblos que han sido vaciados por el cambio económico. Le da a la gente una tribu a la cual pertenecer, una bandera que ondear, un enemigo que odiar. Es una narrativa simple y poderosa de nosotros contra ellos, del bien contra el mal, todo representado en cuatro cuartos de 12 minutos. ¿Quién necesita una economía funcional o un futuro esperanzador cuando puedes vencer a tu rival del condado vecino y ser rey por un día? Es el moderno pan y circo. Y mientras la gente necesite esa distracción, el altar del dios del emparrillado exigirá sus sacrificios. Nada va a cambiar.
Una Temporada sin Fin
Así que, cuando vean los marcadores finales de estos juegos de playoffs, no vean solo a un ganador y a un perdedor. Vean la culminación de una obsesión que dura todo el año y abarca a toda una comunidad. Vean a los muchachos que son celebrados como héroes y a los que son marcados como fracasados, todo antes de que puedan votar. Vean a los entrenadores asegurando sus contratos y a los padres estallando de orgullo o agonizando en silencio por los sueños aplastados de sus hijos. Vean todo el elaborado y profundamente perturbador ecosistema en toda su terrible gloria. Las luces del estadio se apagarán. La multitud se irá a casa. Pero la máquina seguirá funcionando, preparándose para la próxima temporada, el próximo juego, la próxima generación de muchachos para colocar en el altar.
Los playoffs de 2025 en Texas y Luisiana no son un final. Son solo otra vuelta de la rueda. Un testimonio de una cultura que ha monetizado de manera tan perfecta y brillante los sueños de sus hijos y lo ha empaquetado como entretenimiento familiar saludable. Es una obra maestra de la ilusión estadounidense. Y es glorioso. Qué locura.






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